Te enseñaré el fervor
Silvarerum
Amor oculto, amor herido
Hay una herida en el corazón del misterio oculto de la Triple Ternura de Dios: el de la humanidad doliente que necesita redención.
La imagen que contemplamos en un conocido bajorrelieve de terracota es muy expresiva y elocuente. El Padre de la misericordia se curva compasivo para mantener al ser humano caído y sujetarlo por los costados. El Hijo se arrodilla ante su cuerpo deforme, y le toma de los pies en un gesto que nos recuerda el beso después del lavatorio.
Y esos dos vértices de ternura compasiva se cierran por un incendio de amor ardiente que se hace presencia descendente del Espíritu de Dios. Su vuelo raudo viene a infundir la llama de la vida al que tendido, está a punto de perderla. El ser humano, en su último aliento, recibe el beso del Padre en la sien, el del Hijo en los pies, el del Espíritu en su corazón.
La herida del Dios que se esconde es la humanidad doliente. Desde ahora no podremos contemplar la dulzura del Triple Amor, sin ver los efectos redentores de la encarnación: porque al sumir nuestra débil condición, y hacerse él Hijo mismo carne de pecado, Dios nos ha revelado el misterio escondido desde antes de los siglos: el amor oculto es un amor herido.
Nuestro Dios que se esconde es el Amor Frágil, el amor herido, el desarmado para siempre en comunión con nuestra humanidad derrotada, que espera y sueña una salida hacia la anchura de corazón, la única comunión verdadera que le puede abrir a la esperanza.
Amor como rendición
El amor, cuando nos toma, nunca es una conquista, sino una rendición. Se rinde en nuestros brazos y, de este modo, nos gana, como un niño que se refugia en el seno de su madre después de la travesura. Por eso nunca se configura con una imagen nítida, acabada, precisa.
El amor se emborrona, se difracta siempre en muchos otros amores. Ni en los sentimientos que nos despierta, ni en el conocimiento de la persona amada, es fuerza de concreción, sino que, más bien, difumina los perfiles y nos deja en la indeterminación de lo inacabado.
Primero, porque no podemos delimitar y localizar con nitidez su origen; después, porque su intensidad se aviene mal con una figura precisa, ya que siempre la desborda y la vuelca; y, sobre todo, porque no podemos amar lo que no tiene misterio. Fijar el amor es siempre una quimera: necesitamos saber, pero el conocimiento no alcanza a dar cuenta del por qué, del cómo, hasta del quién… sino que se abisma en una desproporción.
Precisamente porque no podemos amar desde unas formas precisas, la energía del amor se nos hace tan necesaria como imposible. Otra vez la oscuridad del pozo, la sombra de la nube.
No podemos no amar cuando el amor se presenta en los umbrales de nuestra vida. Sabemos que resistirnos al amor es empeño inútil. Si no le abrimos la puerta a la primera llamada, él insistirá, una y otra vez, hasta que le abramos. La persistencia tenaz del amor, cuando se nos ha metido por los ojos y se ha instalado en el dintel del corazón, es un tormento que no nos deja vivir en paz.
Amar es un imposible necesario
Pero, a la vez, abrirle la puerta de nuestra alma es aprestarnos a vivir en el filo de lo imposible. El amor, no sólo no nos garantiza la felicidad, sino que, aunque nos la promete, en muchas ocasiones nos la arrebata. ¡Con tanto deseo como hay de alcanzar el premio, y aunque pusiéramos todo nuestro capital en los boletos, nunca podríamos forzar la suerte!
Y así, nos ponemos a servir al amor, sabiendo que todo será posible, que nada se nos promete sino el fervor. Que amando, nos sabemos vivos, ya que esa intensidad del que nos hace vibrar con todos los poros de la piel, no nos hará alcanzar el reposo prometido.
Lo dicho: amar es un imposible necesario. Hace vivir del deseo ardiente, pero que nunca se consume, como la zarza de Moisés.